Cuando la naturaleza coopera : un llamado al fin de la competencia implacable

En un mundo gobernado por la competencia —una idea central del sistema económico predominante— la lógica del ecosistema parece señalarnos otro camino: el de la cooperación, la adaptación y la mutualidad. Lejos de la concepción simplista de que solo el más fuerte prevalece, los estudios recientes sobre los procesos ecológicos muestran que la supervivencia no depende únicamente de ganar o de aplastar adversarios, sino de encontrar un nicho, colaborar y ajustarse al entorno.

El argumento ha sido actualizado para nuestra era: cuando los recursos se agotan o el clima se altera, la ventaja ya no está sólo en la capacidad de enfrentamiento sino en la capacidad de una red que se sostiene mutuamente. En lugar de insistir en que la competencia natural legitimaría, por ejemplo, la privatización o el debilitamiento de los sistemas de apoyo social, surge la idea de que los sistemas más resilientes son aquellos que entienden su relación con el entorno y con otras especies —y con otras personas— como parte de un todo interconectado.

Así, la naturaleza nos enseña que la adaptación no consiste solo en hacerse más fuerte sino en entenderse dentro del sistema: las orcas que colaboran para cazar, las aves que ayudan a limpiar a los animales más grandes o los insectos que polinizan plantas mientras obtienen alimento, todos revelan que cooperar puede ser una ventaja evolutiva, no una mera excepción.

Por supuesto, la competencia no desaparece: en muchos ecosistemas sigue operativo. Pero la visión que pretende justificar la desigualdad humana con la “supervivencia del más apto” ignora que ese “más apto” puede definirse por su capacidad de formar alianzas, encontrar nichos de cooperación y adaptarse cuando el entorno cambia.

El reto global del cambio climático es una muestra clara: no basta con competir por los recursos que quedan. Las perturbaciones —olas de calor, sequías, inundaciones— obligan a adaptarse o quedar atrás. Y la adaptación exige colectividad, planificación y respeto por los límites del sistema. Si la humanidad acepta que el ecosistema —y no sólo la lógica del mercado— define las reglas del juego, entonces la pregunta deja de ser “¿cuánto podemos extraer?” y pasa a ser “¿cómo podemos sostenernos juntos?”.

En ese escenario, repensar la propiedad, el acceso a los recursos, y la forma en que organizamos nuestras sociedades no es un lujo intelectual sino una urgencia ecológica. Porque, al final, si queremos que nuestro sistema dure más allá de la próxima generación, quizá debamos aprender a cooperar como lo hace la naturaleza.