Por: Jhorman Montezuma
Mientras en las veredas de Nariño la población sigue enfrentando la zozobra de la violencia, la falta de oportunidades y el olvido institucional, en Bogotá los altos representantes del departamento —senadores, representantes a la Cámara y el mismo gobernador— se reunieron en cómodas oficinas para hablar de “procesos de diálogo por la paz”. Una noticia que, lejos de inspirar esperanza, ha desatado una profunda indignación ciudadana.
¿Por qué en Bogotá? ¿Por qué tan lejos del territorio al que supuestamente representan? ¿Por qué no en Tumaco, Barbacoas, El Charco, Samaniego, o incluso en Pasto? La respuesta parece tan obvia como dolorosa: no hay voluntad real de escuchar a la gente ni de enfrentar los riesgos que vive el departamento. Prefieren el confort de la capital, las cámaras de los medios nacionales y las reuniones maquilladas por discursos preelectorales.
¿Y por qué justo ahora? ¿Por qué esta urgencia de «dialogar» cuando apenas falta un año para las elecciones regionales y nacionales? Los ciudadanos no son ingenuos. El calendario electoral empieza a marcar el ritmo de las agendas políticas, y todo gesto se convierte en cálculo. No se trata de paz, se trata de votos. Se trata de visibilizarse, de ocupar titulares, de mover fichas en el tablero político.
La realidad en el territorio es otra. La paz está en un limbo, en un vacío lleno de incertidumbre. A diario se reportan enfrentamientos, amenazas a líderes sociales, confinamientos forzados. Las comunidades están solas, pidiendo ayuda que no llega. El Estado brilla por su ausencia, y sus representantes parecen haber elegido deliberadamente la distancia.
Lo más insultante es que, mientras los discursos de paz se redactan en PowerPoint, los contratistas de la Gobernación y varias alcaldías están más ocupados en celebrar. Toman trago como si ya hubieran ganado una batalla que ni siquiera han comenzado. En lugar de estar en el territorio ejecutando obras, fortaleciendo procesos comunitarios, o al menos cumpliendo con sus funciones básicas, se dedican a banquetes, eventos privados, y fiestas donde el trago corre más rápido que las soluciones.
¿Es esta la clase dirigente que merece Nariño? ¿La que brinda por la paz sin pisar las zonas en conflicto? ¿La que firma contratos con una mano mientras sostiene un whisky en la otra? Las cifras de inversión siguen siendo una incógnita, los planes de desarrollo parecen más promesas recicladas que compromisos reales, y la comunidad sigue esperando que alguien cumpla.
La paz no se decreta ni se actúa desde un escritorio. No se logra con comunicados de prensa ni con reuniones de pasillo. La paz se construye con presencia, con diálogo sincero y territorial, con la escucha activa de quienes viven el conflicto en carne propia.
Nariño no necesita más discursos. Necesita liderazgo, coherencia y compromiso. Y, sobre todo, necesita que sus representantes dejen de brindar por la paz… y empiecen a trabajar por ella.

