Dylan Riascos Ramírez
El atentado sufrido por el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay el pasado sábado 7 de junio de 2025, en la ciudad de Bogotá, ha sacudido al país y reavivado el debate sobre la seguridad electoral en Colombia y que la vida vale más que cualquier diferencia política o ideológica. Este trágico suceso ha puesto en evidencia la necesidad urgente de garantizar procesos electorales seguros y transparentes en el país, aun más teniendo en cuenta todas las elecciones que se avecinan. Este incidente recuerda a los 80’s y 90’s en Colombia, épocas recordadas como oscuras de la historia reciente del país, cuando la violencia política era moneda corriente. Y es que, el ataque no solo es un atentado contra la vida de un líder político, sino también un golpe a la democracia misma. Es necesario que nuestro país y nosotros como sociedad aprendamos de los errores del pasado y trabajemos incansablemente para garantizar que las elecciones sean espacios de libre expresión y participación, no de violencia ni intimidación y mucho menos que ponga en juego la vida. La democracia se construye día a día, respetando las diferencias ideológicas y de pensamiento que nos hacen ser una sociedad. Por ello, es esencial que las autoridades y la sociedad en general trabajen de manera conjunta para prevenir y erradicar cualquier forma de violencia que pueda empañar el ejercicio democrático que definirá el rumbo del país. Particularmente no comulgó con varias de las formas políticas de Miguel Uribe, sin embargo, este es un llamado importante a que podemos pensar distinto, tener ideologías opuestas y defender posturas con pasión, pero ninguna diferencia política, ideológica o de pensamiento puede estar por encima de la vida. La dignidad humana, el respeto y la convivencia son el corazón de cualquier democracia. Disentir es parte de la libertad; atacar por pensar diferente, nunca lo será. Vivimos en una sociedad diversa, donde las ideas, las opiniones y las posturas políticas pueden, y deben, diferir. Esa pluralidad es precisamente lo que fortalece una democracia: la posibilidad de debatir, de disentir, de construir desde la diferencia. Pero esa misma diferencia no puede, bajo ninguna circunstancia, convertirse en una justificación para la violencia. Ninguna creencia política, ningún partido, ningún discurso vale más que una vida. Ninguna causa se puede considerar justa si necesita destruir al otro para imponerse. Cuando la violencia entra en la conversación política, lo que se rompe no es solo el diálogo: se rompe la esencia misma de lo que significa vivir en democracia.

