Por: Ricardo Sarasty
En este como en muchos otros casos lo más fácil hubiese sido escribir sobre los hombres a los que amó y la amaron con el riesgo, sin que importe en algo, de llevar a pensar en la ingratitud de la amante o peor aún en la pecaminosa voluptuosidad dada su condición de mujer, a la manera de cómo se oye en cualquiera de esas canciones en las que nada bueno se dice de las mujeres que como Aurore Dupin se atrevieron a decir o, en el caso de ella, a escribir, afirmaciones como esta: “Nunca me he impuesto la constancia. Cuando he sentido que el amor había muerto, lo he dicho sin remordimiento o bochorno, y he acatado la providencia que me conducía a otra parte”. Es que, de hacerlo cualquier mujer, antes y ahora, lo que de inmediato suscita es esa solidaridad alrededor del abandonado, sin que nadie se atreva a darle el verdadero valor moral a la actitud de quien abdica, pues en sociedades patriarcales como la nuestra es en el hombre únicamente reconocible la potestad de acabar con una relación afectiva cuando considera ya no necesitar de la pareja. Sin importar que lo haga con altanería, humillando.
Quizá el nombre de Aurora Dupin no se encuentre entre las personalidades de las que se precien muchos y muchas conocer. No obstante, existen aquellos y aquellas que ya por vía de la literatura, del arte y (o) la política aciertan al ubicarla entre las personalidades de marcada importancia durante la época en la que vivió, identificándola detrás de su alter ego George San, seudónimo con el que firmo sus textos literarios y periodísticos, por lo que así es reconocida como activa participe del mundo cultural y político francés en los mediados del siglo XIX. Es que ese rescoldo machista heredado de las religiones monoteístas, aún persistentes en la sociedad, entonces y ahora solo ha permitido aceptar como fuente generadora de pensamiento y fuerza para la lucha a los que únicamente aceptan alinearse del lado de lo masculino, por lo que quizá haya sido esta la causa por la cual Aurore acogió una identidad obvia de relacionar con el arte y la política en un contexto social que si aún hoy se le muestra vedado a la mujer más todavía en aquellos tiempos, así haya sido en la Francia que revolucionó el orden social instaurando un gobierno de corte republicano, enmarcado en un concepto de democracia más amplio que el clásico de Grecia y Roma, aunque soportado únicamente sobre los derechos reclamados solo para los hombres porque, también hay que admitirlo como lo observo en su momento el Marqués de Sade, a esos revolucionarios les resultó incomprensible entender que toda libertad política comprende también la libertad de los cuerpos sin depender de las situaciones y por ello no se atrevieron a aceptar como colofón glorioso de su lucha aquello que casi 100 año después sus descendientes salieran a reclamar sobre esas mismas calles como parte de una sociedad de verdad libre, justa e igualitaria: el derecho a amar sin cadenas invisibles como las presentes en ideologías políticas y doctrinas religiosas, redactadas solo por y para dioses y reyes.
Hubiese sido más fácil llegar a ella a través de Chopin, del poeta Alfred Musset, el pintor Delacroix y el político socialista Pierre Leroux, solo que al hablar de ellos en conjunto o por separado su mención estaría condicionada a tan solo la situación de mujer amada, soslayando la de amante. Dejando de nuevo al hombre en el centro de una historia mal contada, al ignorar la reivindicación política de la voluntad como germen de la pasión, pues en Aurore enseña su comportamiento de mujer libre que solo hay amor allí donde se es dueño de las decisiones. ricardosarasty32@hotmail.com

