El orgullo es una alta opinión acerca de uno mismo. El orgulloso, se siente superior y con un aire de grandeza extraordinario. El orgullo hace creer a las personas mejores que los demás, lleva al desprecio de los otros, genera ira, destruye a la persona en su engaño y sobre todo la aparta de Dios.
Se relaciona, incluso a veces se confunde, con la soberbia y la vanagloria, porque gira en el terrible cáncer de la exaltación del “yo”.
¿Cómo es un orgulloso? Así lo describía el Papa en una catequesis: “el hombre orgulloso es altivo, tiene una dura cerviz, es decir, tiene el cuello rígido que no se dobla. Es un hombre que con facilidad juzga despreciativamente: Por una tontería, emite juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces”.
Al fijarse en ese terrible cáncer del orgullo, el Papa añadía: “Te das cuenta que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: Monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma resentida”.
El orgullo produce daños continuos. La persona orgullosa no reconoce sus pecados. Así mismo, las personas que rodean al orgulloso se sienten despreciadas y heridas. Incluso en las sociedades, hay guerras y otros actos de violencia por culpa de personas orgullosas, incapaces de perdonar.
Cuesta tratar con alguien orgulloso. Pero el orgulloso, como todo pecador, tiene esperanza. Cristo, que vino a rescatarnos del pecado, también busca a los orgullosos y les invita a ser humildes.
Para romper con el orgullo y la soberbia, necesitamos emprender el camino de la humildad. Sin ella no podremos recibir el gran regalo de la salvación. Sobre esto, decía el Papa:
“La salvación pasa por la humildad, verdadero remedio para todo acto de soberbia. En el Magníficat María canta a Dios que dispersa con su poder a los soberbios en los pensamientos enfermos de sus corazones”.
Sólo el amor puede cambiar el corazón de una persona. Cuando hay madurez, uno sabe relativizar la propia importancia, ni se hunde en los defectos ni se exalta en los logros. Y a la vez, sabe detenerse en todo lo positivo que observa en los que le rodean. Saber mirar es saber amar. A lo sencillo se tarda tiempo en llegar.

