Poemartes es una experiencia cultural y única en el fondo de las noches bogotanas. Escribiré en primera persona, sobre todo porque le dará verosimilitud a un evento cuya magia sobrepasa los límites cotidianos impuestos por un mundo y un sistema que blablablá.

Organizado por la maravillosa gestora cultural Luna Vera, una artífice de felicidades que cambian y encienden vidas a partir de una gestión elaborada y muy generosa, donde no existen fronteras entre los seres y el horizonte es un asiento (más o menos alto) iluminado por una sensual luz amarilla.
Disculpen que divague o me ramifique, pero esa es la esencia de la noche, en Café Cinema centro (19 No. 3A, L37) cuando es martes y pasan las 7:30 p.m. y alguien comienza a decir “probando, uno, dos, tres” con un micrófono en la mano y un público de amantes de la poesía y las palabras se arma con limones para los distraídos, los inatentos.
En primer lugar, los ojos de María Consuelo Acero, poeta bogotana. Y más allá de sus ojos, su tímida y misteriosa forma de pestañear, que quizás expresa tanto como sus muy logrados poemas. Breves y sentidos textos en los que inocencia y memoria se entrecruzan y desgarran en un dolor abisal, inefable.

En primer lugar, los ojos de María Consuelo y la eléctrica sonrisa de Liza, cuyo sentido de la educación y la amabilidad solo es comparable a la del viento o los gatos. Y junto a ella Alejandra Becerra, también poeta, también increíble.
A Alejandra la había escuchado hacía un buen número de noches. Me impresionó. Recuerdo que en aquella ocasión estuve a punto de suplicarle que leyera un poco más. Y si no lo hice fue porque soy cobarde y tuve miedo.
En primer lugar, el novelista Camilo Andrés Pérez, cómplice secreto de Luna, quien detrás de cámaras colabora en Poemartes, con detalles tan minuciosos y esmerados, que lo elevan a la categoría de escudero real de la noche.
Pero, Luna no está sola en esta sublime y delirante aventura, la acompaña el también escritor y editor Esteban Hincapié. Entre ambos se encargan de la organización de todo, desde ubicar a las personas que van a leer sus poemas –discúlpenme el arcaísmo, pero tengo serios problemas con el vocablo “poeta”– hasta el flyer de invitación, las luces antes mencionadas, los limones agresores y un par de cervezas de cortesía (que no sirven para disminuir los nervios, confieso).

Qué maravilloso es simplemente cerrar los ojos y escuchar la voz de Angelita Acero leyendo (cantando más que leyendo) poemas donde la nostalgia y la lucidez vuelan como caballos encima de un mar de niebla.
Otra de las sorpresas de la noche fue Floyd Arias, un poeta venezolano, de tono confidencial y muy honesto, que maneja temas relacionados con la familia y la distancia entre la familia. En su poesía se descubre (o describe) a la familia como un ecosistema, como una atmosfera, de la cual el ser que escribe ha sido arrancado y el vacío de esa ruptura es (en muchos casos) lo que marca el ritmo e ilumina las líneas de Floyd.

Claro, mientras todo esto ocurre, suena Contruçao del gran Chico Buarque de fondo, y María (cuyo ojo llora porque sí) va y viene con cervezas y alguien reivindica con tono incendiario el valor de Simón Bolívar y afuera el frío se acumula en los semáforos.
Finalmente, Liza María Cobos.
Finalmente, Liza y sus poemas y su forma de leer sus poemas, escritura sucinta y profunda, donde lo real transgrede sus propios símbolos para explicar una visión íntima y personal del mundo, aunque todo parezca ser un sueño y los gatos amen tenderse bajo un sol que sueña mandarinas.
No hay “adioses”. Nunca los hay. Uno lentamente comienza a confundirse con la noche, mientras adentro siguen resonando el verso o la imagen que nos voló la cabeza.

