Gómez tiene un metro cuadrado de tierra para el esparcimiento, donde me gusta estirar un mantel sobre el pasto y recostarse boca arriba para ver las nubes pasar y presenciar el ocaso; mientras los demás lo observan como a un acontecimiento. Él no lo nota.
Tararea y escucha un estruendoso «Shhhh«, que le pide silencio y un sometimiento a la seriedad que las ciudades supuestamente merecen entre semana, porque «¿a quién se le ocurre existir con semejante serenidad? Esas cosas están mal y no se hacen, porque la adultez trae amargura y las cosas «importantes» que parecen hacer los adultos, deben suceder sin atisbo de alegría porque la vida es una maratón cuya meta es la muerte».
Gómez no hace caso, ve las cosas diferentes. Se ha pasado la vida despacio, recogiendo flores, escribiendo microrrelatos, enseñándole de vuelo a los polluelos abandonados; entendiendo las palabras de sus maestros y luchando contra los injustos e inmerecidos golpes del tiempo.
Le parece más divertido dibujar fractales, leer con atención cada página que toca e irse a su m2 antes de las 8, después de tomar un latte, pensando en las cosas que a él sí le resultan trascendentales como las pinturas de Rembrandt, la voz de Gardel o el gol que dio el triunfo en el 86 a Maradona. O, en el trébol que nunca arranca porque eso es lo verdaderamente humano.
Si alguien lo ve con extrañeza en medio de su acostumbrado discurso a la empatía, explica que las desdichas humanas son un chiste para el universo y que, mientras los famas van unidireccionalmente, él se desvía con frecuencia los lunes y, enseña a sembrar árboles los sábados, a leer jurisprudencia los miércoles, a escribir los jueves y a amar sin importar las llagas, porque eso es lo que su corazón le dicta.
Gómez querido, aunque no siempre encuentres flores en las rendijas, el camino es grato y todo irá bien.

