Por: Jonathan Alexander España Eraso
Releyendo «Elogio y paradoja de la frontera», ensayo del escritor ecuatoriano Leonardo Valencia, me atrevo a pensar en los problemas que aquejan a la literatura regional —y en sí a la literatura nariñense— y a lo que, partiendo de ella, podría dimensionarse como frontera.
Valencia cita a Ortega y Gasset en relación a la novela. Dice literalmente el filósofo español: «El bosque verdadero se compone de los árboles que no veo. Los árboles no dejan ver el bosque, y gracias a que así es, el bosque existe. La misión de los árboles patentes es hacer latente el resto de ellos, y sólo cuando nos damos perfecta cuenta de que el paisaje visible está ocultando otros paisajes invisibles nos sentimos dentro de un bosque». La anterior cita es más que reveladora. Asumir la literatura regional —o en sí la nariñense sin importar su origen— desde su naturaleza invisible, en la línea de Ortega y Gasset, es materializar la esencia que nos huye. El rastro que de la huida queda, es una posibilidad para que se oculte lo fronterizo. Podría ser que la denominación de literatura regional —reitero, cualquiera que esta sea—, segmente la pérdida del horizonte de lo que culturalmente nos compone. Es decir, hablar de lo regional, en términos de literatura, es crear ínsulas donde el diálogo y la tradición «introyecta», no en el marco del psicoanálisis, sino en el sentido de «proyectar hacia adentro» la cultura regional. En esa perspectiva, ¿qué le sucede a una literatura como la nariñense? Que poca salida nacional, y menos internacional, tiene. Su causa es una sola: toda literatura regional impone sus límites.
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Entre el centro y la periferia hay una diferencia simple, sin encajes críticos y menos semióticos: el primero, como apertura en sí, es circulante de las tradiciones. La periferia es rechazo del centro y limitación de la cultura propia. Sin duda, una paradoja. Lo que sí es que, en la periferia al existir la condición, la frontera se expande. Se alejan los centros y aparecen los descentramientos. Véanse, por ejemplo, los casos de Chambú (1946) de Guillermo Edmundo Chavés, a nivel nacional, y Cameramán (1932) de Plinio Enríquez, a nivel internacional. Vuelvo a Leonardo Valencia para explicar los ejemplos: esas novelas responden a la necesidad de su escritura, a la exploración y expansión de las mismas tradiciones de las que parten para retornar a la cultura en la que se arraigan. La cultura nariñense de antaño fue «raizal» y cosmopolita a la vez. Ambos soportes se respetaban. Trabajaban entre sí. Su flujo creaba sus fronteras. Lo propio era lo universal. Y la mayoría de obras canónicas nariñenses, como las que acabo de citar, son la materialización de lo múltiple que integra, sin rechazo. Las fronteras eran la fuga y la persistencia.
Actualmente, gracias a la instrumentalización de la literatura regional, el camino es la cultura propia. Debemos desvestirla. Y exhibir, desde su desnudez, lo que nos compone. Y no está de más hacerlo. Aunque yo soy más amigo de, al estilo de Vargas Llosa, un estriptis al revés. Revistiendo nuestros secretos e influencias, como antaño se hizo por los intelectuales nariñenses, incluso eliminando la categorización de literatura nariñense, podríamos universalizar las potencias internas y las privaciones que nos son propias como habitantes de las fronteras.

